Crónicas: Maratón Montevideo (por Fernando Vilardebo)
Viajar para correr es un doble premio que
nos da la vida.
Amo Montevideo y es raro que recién ahora
haya descubierto su maratón.
Lugar conocido, amado, deseado,
disfrutable. Todo eso hice en unas 36 horas, desde que sonó el despertador temprano
el sábado y volver el domingo por la noche con otra maratón internacional en la
mochila.
Pero eso no fue todo, todo es la gente. Uruguay
tiene su gente, esa maravilla de personas cálidas, reflexivas, conversadoras, divertidas,
talentosas y profundas con quienes cada simple instante de la vida es una
delicia (también habrá de los otros, ellos insisten en que los hay, pero yo no
los veo).
Pasa, dicen ellos, que los argentinos
queremos a los uruguayos más de lo que se merecen y ellos mismos se quieren. No
sé, ¿cuál es el “meresómetro” del amor?
Llegar a media mañana a Montevideo del sábado,
recorrer el Mercado del Puerto y ver cargar sus parrillas, postergar el pecado
carnal inevitable para el mediodía e ir a buscar el dorsal a la Intendencia. La
largada y llegada serían desde la Intendencia y el Palacio Legislativo.
Sentado, disfrutando de la expo me
encuentro a Silvio Baravelli, un italiano de Milán de 72 años que conocí el año
pasado en la Maratón Binacional, Salto-Concordia. Silvio posee la friolera de
240 maratones corridas, 24 Ultramaratones y 12 de más de 100km. Vive viajando y
corriendo, paramédico y profesor universitario jubilado, disfruta de la
maratón, del correr como nada en el mundo. Conversamos un rato, nos convida
unos caramelos de regaliz y nos cuenta sus planes inmediatos: maratón de
Mendoza el 1 de mayo, y en Lima –el 15 de mayo- nos volveremos a ver. El año
pasado le preguntamos qué hacía falta para correr tantas maratones, “le primo,
tener saldo en la cartolina”(tarjeta de crédito) y pasión por correr agrego yo.
Mediodía de parrilla en el Puerto,
MedioyMedio, postre Massini con crema y luego siesta. Una pasta liviana (ma non troppo) de cena, dormir temprano,
todo listo para mañana.
Único
corredor en la largada.
Tomo el colectivo en plena noche, madrugada
del domingo, para llegar con tiempo a la Intendencia, precalentar –poco- y
formar parte de la feliz largada. Llego con tiempo de sobra y me asombro al ser
el único corredor a la vista. El arco de largada, las vallas, todo estaba
siendo aprontado. Me extraña, jamás me pasó esto. A tan poco tiempo de la
largada soy el único corredor a la vista. Quizá haya llegado mi posibilidad de
ganar esta maratón, finalmente.
Dudo
luego existo.
A lo lejos alguien con aspecto de corredor
ata su bicicleta a un poste. Pregunto y no, no era la largada allí sino la
llegada. La largada sería desde el Palacio Legislativo, a unas 10 cuadras de
allí donde él, Alejandro luego me enteré, iría precalentando. Fuimos juntos
contándonos las vicisitudes del correr en Argentina y Uruguay. Nos despedimos
al llegar a los corrales de largada, llenos de gente. Viendo la multitud
comprendí que perdí la posibilidad –si es que alguna vez la tuve- de ganar una
carrera.
Todas las largadas son eufóricas, hermanan
a los participantes. Son cientos, miles de almas vibrando en conjunto. Meses,
años de entrenamiento puestos ahí, codo a codo somos mucho más de 2000
corredores (Benedetti inexcusable), algo menos de la mitad para la maratón, el
resto para la media.
Salimos, una corta vuelta por el centro, la
ciudad vieja y la costanera frente al mar.
¿Es mar?
Si está frente a Buenos Aires, es río.
¿Es río?
Es bello, eso seguro.
Es un estuario, una avanzada del mar en un
río ancho.
Las zonas costaneras de las grandes
ciudades tienen algo cuidado, delicado donde –como siempre- viven bien los que
viven mejor. Salvo Buenos Aires que hasta el descubrimiento de Puerto Madero
siempre dio la espalda al río como rechazando nuestro origen, nuestros pueblos
originarios –mayormente- vienen allende los mares.
Así, con estas reflexiones, iban pasando
los kilómetros.
Con mi camiseta de Argentina/Correrayuda
recibo algún que otro (menos que en otros lados) aliento, observaciones sobre
mi grupo de entrenamiento (merecido reconocimiento a Marcelo Perotti) y escucho
sobre si no sería (yo) uno de los de La Rosadita. Horrorizado con este nuevo
referente del ser nacional no hago más que incrementar mi velocidad hacia el
olvido.
Un joven e inexperto uruguayo con una inscripción
en la espalda que indica que va por su primera media maratón. Le advierto sobre
los riesgos de la actividad, la dificultad de salir. Es preferible, menos
riesgoso le digo, entrar en las drogas que en el correr. Si uno entra en las
drogas hay granjas de rehabilitación y todos quieren que dejes, mientras que en
el correr una vez que se entra es imposible salir, todos quieren que sigas, te
alientan a más y más kilómetros. No me creyó.
Pasando el km 11 en el tiempo previsto está
Cristina, me saluda y saca fotos. Nos veremos dentro de 20km. En poco menos de
un km es el retome de los corredores de media maratón, me despido del uruguayo
debutante hasta la maratón del año que viene donde seguro correremos ambos,
felizmente, la distancia total.
Quedamos solos, mi alma, raleados los
maratonistas con el Océano Atlántico a nuestra derecha como lujo particular y una
pequeña subida. Un Museo de la Marina y el cementerio a nuestra izquierda.
Un (otro) joven debutante en la distancia
me cuenta –sin que le pregunte- que va lento porque se lesionó hace poco y que
el médico se negó a infiltrarlo, que hace seis meses que corre, es un runner, ya corrió dos media maratones y
ahora ésta, pero tiene problemas con la rodilla, ligamentos cruzados.
Llegamos al retome del km 21 junto al
remodelado Hotel Carrasco donde un arco de llegada confunde junto a carteles
luminosos que indican que ya hemos ganado, mi vasta experiencia en maratones
–esta mi vigésimo sexta- me confirma que no hemos ganado, ni llegado; apenas
estamos en la mitad, la mitad fácil y amable.
Ganar, sí he ganado al ser parte de la
largada, estar en la largada bien entrenado es ganar.
Al pegar la vuelta termina el fuerte viento
en contra y comienza lo difícil, segunda
mitad con viento a favor. Como sea, aún en bajada, la segunda mitad es siempre más
dura.
Unos pocos kilómetros más allá diviso al
tano Silvio, me cruzo de carril y nos despedimos hasta Lima en poco más de un
mes.
En el kilómetro treinta no había un muro,
nunca lo hubo. Sí hay temores, un chiquilín (joven uruguayo) confiesa estar
entrando en terreno desconocido, que nunca en su vida había corrido más que treinta.
Le advierto –por eso de mi vasta experiencia- que en el abra allá adelante, a
partir de una curva hacia poniente, el mundo se acaba. Los cuatro elefantes
apoyados sobre la tortuga hacen caer a los maratonistas que se aventuren a tal
desatino.
Luego –comprobamos ambos- ni Colón ni los
maratonistas caímos.
Después del kilómetro 32 empiezo a pensar
en las distancias, los recorridos archiconocidos. Dividir la distancia restante
en tantas vueltas a Palermo, una vuelta al Aeroparque. Al final siempre se hace
largo, aquí aparecen los amigos que hacen de apoyo.
En el km 34 Cristina vuelve a aparecer, le
hago morisquetas para la foto pareciendo fresco, divertido y entero.
Pareciendo entero, divertido y fresco.
Un ciclista parecido a mi (anteojos, pelo
canoso, fifty something) que acompañaba a su hija me alienta, pregunta como
estoy, halaga lo bien que estoy para mis más de sesenta años. Advertido por mi
cara de evidente disgusto, le digo –creo que puteándolo- que tengo 57 (y la
diferencia es abisal). Se disculpa y escapa raudo con su bici antes que lo
trompee.
Un impecable –y algo petiso- atleta; corre
y camina con su acompañante quejándose de su infeliz rendimiento, días son
días, lamenta al pasar bajo el puente del Parque Rodó cuando ya no faltaba
nada, solo cuatro infinitos kilómetros habiendo hecho casi cuarenta. Esa
diferencia entre el enorme logro y lo que falta es algo que al final del
esfuerzo no se ve.
Una gacela, joven uruguaya rubia, longilínea
y concentrada me supera grácil y decidida en la cuesta de subida final –no me
molesta que bellas jóvenes me superen- en el kilómetro 40 hacia la Ciudad Vieja
desde donde bordearíamos la Plaza para tomar el último km por la 18 de Julio
hasta la llegada en –precisamente- la Intendencia que me vio solitario hace
cuatro horas veinte minutos y veinticinco segundos.
Faltando cien, doscientos metros, un
pasillo de pacientes y aburridos amigos, parientes, mejor entrenados espera a
los suyos (no a mí), ante su silencio –ignorancia completa- un par de
morisquetas bastaron para que todos, todos me empezaran a aplaudir, a alentar
como si fuera su ídolo máximo el que pasaba.
Feliz, feliz nuevamente paso la línea de
llegada; la que yo creí que era de largada.
Pasan cosas lindas cuando uno viaja para
correr.
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