La Maratón de New York de Dani Arcucci
Faltan quince minutos para las siete de la mañana del
domingo 2 de noviembre y Nueva York recién amanece, frío, gris y ventoso. No es
necesario bajarse del bus, que estaciona como un eslabón más de la cadena
interminable de otros iguales, para advertirlo. La sensación térmica traspasa
las mismas ventanillas que, sólo unos segundos antes de llegar a ese punto
multitudinario de encuentro, en Staten Island, enmarcaron el lomo amenazante,
cual gigantesco dragón encorvado, del Puente Verrazzano.
Al bajar, la brisa helada pega sin piedad en la única parte
del cuerpo descubierta, la cara, pero el efecto se corta rápido, al
encolumnarse en la marcha pacífica y solidaria de más de cincuenta mil
corredores que caminan, tras haber llegado allí en buses o en ferry, en busca
de su corral de largada. En el mejor de los casos, para ellos, para nosotros,
faltan poco más de dos horas. En el peor, más de cuatro.
***
Me habían hablado mucho de ese campamento previo a la
largada. Pero distinto es verlo. Un verdadero campo de refugiados
multinacional, distribuidos por color, pero no de piel sino de tiempo. Los
corrales azules, primero. Los verdes, también. Y finalmente los naranja. Cada
uno va para el suyo, hasta que se abran las puertas, y alrededor de todos
encontrará lo mismo: café caliente, unos bagels y la solidaridad de quien tiene
un cartón, un plástico o una frazada en el piso, además del calor humano que se
agradece. Hay 264 argentinos entre centenares de nacionalidades. Todos
parecemos entendernos.
El cielo sigue encapotado y el viento está filoso, pero no
llueve, afortunadamente.
A la hora señalada, se abren los corrales. Por olas, y eso
son, efectivamente. Olas de corredores, de los más rápidos a los más lentos, de
la elite con Kipsang y Mutai a la cabeza, pero todos por el mismo camino, que
comienza con una fila de los clásicos ómnibus turísticos descapotados a ambos
lados y un simple escenario, desde donde se cantan dos himnos, antes del
disparo de largada: el de Estados Unidos y “New York, New York”, que se escucha
y que impulsa mientras ya se corre por la cola, o por la trompa, del dragón
Verrazzano.
Me habían hablado mucho de ese puente y de los otros cuatro.
Pero distinto es cruzarlos de a pie. El viento chifla cruzado entre los cables
de acero y la sensación de volarse, o volar, es inevitable: sea por la
pesadilla vertiginosa de que lo va a revolear a uno a las aguas turbulentas,
centenares de metros abajo, o sea por el sueño mágico de que hay una fuerza que
empuja a uno a correr mucho más rápido de lo que puede y debe. El ritmo de esos
primeros cuatro kilómetros es una falacia: en la foto emblemática, la del
poster de la carrera, todos somos Kipsang.
El envión llega hasta el segundo puente, el Pulanski, y del
distrito de Brooklyn nos estamos metiendo en otro, Queens. También, en la mitad
de la carrera.
A diferencia de Berlin 2013, cuando a esa altura se me
ocurrió pensar qué estaría haciendo el mismo Kipsang en ese momento y, a mis
2h05 de entonces, él hacía dos minutos que había llegado con un nuevo récord
del mundo, esta vez, con mi 1h51, a él todavía le faltaban casi 20 minutos para
cruzar la meta final, para ganar, en 2h10m, la edición más complicada de esta
carrera en las últimas décadas. No podía imaginar, por más que me lo habían
advertido, que él ya había experimentado lo que para la mayoría estaba por
delante: lo más difícil.
Pero justo en la Media Maratón, en la parte ascendente del
Pulanski, dejé atrás con demasiada facilidad al pacer de 3h45, confiado en que
la multitud que esperaba me llevaría a mejorar esa marca, me empujaría más que
el viento en contra y disimularía las cuestas que había que afrontar. Tenía el
objetivo secreto de mejorar las 3h43 de Dubai 2014 y eso era más fuerte que los
consejos públicos, y sensatos, de no dejarse engañar por el entusiasmo. “Lo que
se gasta de más al principio, se paga al final”, me había dicho Luis Migueles.
“Hay que dejar de lado la emoción en el comienzo y guardarla para el cierre,
porque se va a necesitar”, me había advertido el Indio Cortínez.
Pero lo que estaba por delante, primero, era el tercer
puente. El Queensboro.
Me habían hablado mucho de ese armatoste de hierro que une,
o separa, a Brooklyn de Queens. Pero distinto es internarse en él. Los acordes
de una alegre banda que despide de Queens a los corredores se cortan
abruptamente, como si alguien desenchufara el equipo de música, apenas se gira
a la izquierda y se interna uno en el túnel oxidado. Por encima pasan los
trenes, a los costados se divisa la postal lejana de Manhattan y por debajo
brama el East River.
Pero nada de eso impresiona tanto como el
tapatap-tapatatap-ta—pa—tap——ta——pa——tap———- ralentado de las zapatillas sobre
un asfalto que parece comérselas. Es un silencio gélido, de energía muerta. En
ese lugar inhóspito y agresivo, muchos corredores dejan de correr. Se cruza el
kilómetro 25 y la parte descendente, cual tobogán, impulsa de nuevo. Sobre todo
porque al pie, como si de un parque infantil se tratara, esperan miles de
padres del esfuerzo, dispuestos a felicitar por lo hecho y a alentar el porvenir.
Duro porvenir.
Me habían hablado mucho de ese contraste entre el silencio
del Queensboro y el griterío infernal en la esquina de la 1st Av. Pero distinto
es sentirlo. La vista se clava primero a la derecha, hacia las veredas
cubiertas de público enfervorizado, pero luego se voltea inmediatamente, porque
el giro es cerrado hacia la izquierda. Y lo que se ve es fascinante y
aterrador: un rio de cabezas contracorriente, porque la naciente de ese caudal
está casi 8 kilómetros más arriba. Y hacia allá hay que subir, en línea
rectísima, con orillas multitudinarias. Aún así, con esa especie de pared
humana sosteniendo el cauce, el cruce del kilómetro 30 no lo avisa un cartel,
sino una ráfaga de viento en contra que lo duplica en velocidad y obliga a
remar con los brazos, con las piernas y, sobre todo, con la cabeza. Hay que
llegar al Bronx, el cuarto distrito en el orden geográfico de la carrera, y
para hacerlo, es necesario cruzar el puente Willis.
No me habían hablado mucho de ese cuarto puente. Pero es necesario
hacerlo. Antes de encontrarse con el cartel del kilómetro 35, se encuentra uno
con esta obra arquitectónica pequeña, comparada con sus tres antecesoras, pero
ascendente y en curva hacia la izquierda. En un thriller sería un crimen
sorprendente, una muerte rápida e inesperada: el piso es de cemento, ni
siquiera de asfalto, pero más parece arena. Superarlo es cruzar el muro de
todos los muros. Porque el premio es una pendiente hacia el Central Park,
rodeado por edificios de ladrillos rojos, de película, propios del Bronx.
El pacer de 3h45, aquel que había dejado atrás con
naturalidad en el kilómetro 21, me pagó con la misma moneda en el kilómetro 37.
De haberme quedado con él entonces, tal vez iríamos juntos ahora. Pero no: el
palito de madera con el cartel azul y números blancos pasa y se va, con la
misma naturalidad con la que se ha cruzado el último puente, el de la avenida
Madison.
A esa altura, los puestos de hidratación, ubicados
rigurosamente en cada milla, son un aliado fundamental: “Agua, agua, agua…”, me
escucho reclamar, en cualquier idioma, como si estuviera en medio del desierto.
Ya engullí cuatro geles, equivalentes a unos tres platos de pastas.
No afloja el frío y menos afloja el aliento del público,
apenas ausente en los puentes y en algunos pocos kilómetros de un par de
barrios. Ya en Manhattan, ya en el Central Park, es estremecedor.
Bien por el noreste, a la altura de Harlem, se ingresa en
ese oasis verde que, por cierto, no es plano. Sube y baja como una suave
montaña rusa en el corazón de los Estados Unidos y desemboca en su esquina más
turística, allí donde su cabecera sur se topa con la Quinta Avenida. No es el
final, que va. Apenas se ha pasado el kilómetro 40 y todavía queda un giro, a
la altura de Columbus Circle. Por supuesto, hacia arriba.
Los gritos de aliento son ensordecedores: no se escuchan ni
se oyen; se sienten. Se necesitan para subir la última cuesta, hasta ese arco
soñado tantas veces, rodeado por dos tribunas repletas, justo al costado de
Tavern on the Green, en Central Park West y 67st.
Me habían hablado mucho de esa llegada. Pero distinto es
protagonizarla. Hay una alfombra azul, o eso creo, que funciona como una cinta
bajo los pies, para que la cuesta no cueste. O será la gente de los costados,
tal vez, que parece tomarte de los brazos y llevarte en el último tramo hasta
entender, ahí sí, que 3 horas, 46 minutos y 58 segundos después, tras haber
largado de Staten Island y cruzado Brooklyn, Queens, Bronx hasta llegar a
Manhattan, para conformar con partes tan diferentes eso que se llama Nueva
York, alguien te está diciendo “Congratulations” y te está colgando del cuello
una medalla dorada que dice “New York City Marathon”. Entonces, ya no importa
el frío, ya no importa el viento, ya no importan los puentes, ya no importan
las cuestas. Ya no importa nada. Sólo importa que se superó todo eso. 8810°
entre 50.564, 712° entre los cincuentenarios… ¿Importa? Sí, importa.
Me habían hablado mucho de la Maratón de Nueva York. Pero no
son suficientes las palabras. No es la más antigua, no es la más rápida, no es
la más legendaria, no es la más fácil. Es, como bien se define o autodefine, la
más universal. Es la carrera del mundo. La que hay que vivir para contar.
***

(*)Daniel Arcucci es periodista y maratonista. Secretario de
redacción en el diario La Nación, Panelista en 90 Minutos de fútbol (Fox
Sports). Colaborador en No Somos Nadie (FM Metro 95.1).
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