Maratón BiNacional por Fer Vilardebó
Pasan cosas lindas,
muy lindas, cuando encaramos la ruta hacia una maratón del interior.
Son distintas.
No hay decenas de
miles de corredores, no están patrocinadas por ninguna marca multinacional. No
son ciudades de ensueño –aunque sí adorables- que figuran en las guías
turísticas. No están de moda, no son negocio de nadie, hay muchos corredores
locales y gente de otras ciudades del interior (pocos porteños, cuánto se nota
cuando no estamos) y –en esto son todas iguales- ¡son una fiesta!
Corrí por primera
vez esta inusual carrera, que sale de un país y termina en otro, en el año 2004
cuando creía que me iba a comer los kilómetros cual galgo keniata y terminé
peor que –como ahora se sabe- terminan los galgos de carrera. Hubo viento en
contra y ondulaciones en el terreno que me hicieron padecer al final. Hice una
performance mala. Este año, han pasado once años y creo haber aprendido algo, no
obstante lo cual, sin el fuerte viento en contra, los errores y virtudes fueron
casi los mismos.
Las carreras del
interior tienen algo que las hace únicas. Humildes tentado estoy de decir, pero
no es la palabra. Empleados no hay, es la gente del lugar que trabaja en ellas.
Voluntarios son todos. Desde el
principal organizador hasta el último banderillero están ahí para ayudar a
concretar un sueño que reconocen como propio. Hace once años comí la mejor
Maratón Pasta Party de mi vida, una verdadera fiesta la noche anterior, no
sería falso decir que fueron los mejores fideos de mi vida después de los
fideos caseros de mi Abuela, pero claro ahí el listón está demasiado alto,
insuperable. Este año no hubo Pasta Party, recibí la noticia con lágrimas en
los ojos.
Hubo problemas con
las remeras. Como el 80% de la inscripción se realizó (el pago) entre viernes y
sábado temían realizar una inversión irrecuperable e hicieron menos remeras.
Llegamos pasado el mediodía del sábado a Concordia, no había nadie en la Expo
–se habían ido a la casa a comer-. Que vuelva a las 3 de la tarde, me sugirió
el portero. Eso hicimos y al volver me dan el dorsal con el número 10 (¡finalmente
sería Messi!), número habitualmente reservados para la élite. El organizador me
comenta que no habrá Pasta Party (repito recordando el dolor), y que este año
será record de participantes en las tres distancias, 10, 21 y 42km. Hay más de
150 inscriptos en maratón, me confirma casi sin creerlo. Hay problemas para
darme la remera, quizá no alcancen. Encima una delegación de Uruguayos vino
directamente a Concordia y se llevaron 45 remeras que estaban reservadas para
ellos en Salto, con lo cual se quedaron –en Concordia- sin remeras; como el
puente internacional está cerrado por reparaciones de Lunes a Sábado, de 8 a 18hs,
solo podrán hacerlas traer después de esa hora. Están viendo si las puede
cruzar en kayak uno de los corredores uruguayos. Contrabando de remeras de
maratón… sí!
Hay que estar en el
Club Salto Grande a las 5:30 para que nos crucen hacia Uruguay, un colectivo y
una combi, somos unos sesenta corredores. Nos bajan en la aduana, esta vez los
trámites migratorios los tenemos que hacer personalmente. En el 2004 el trámite
lo hacía la organización, y recuerdo, bajaron del colectivo a un corredor (o
inscripto como corredor) con pedido de captura. Llegamos al Club Remeros de
Salto con algo más de una hora de antelación.
Los Uruguayos
comienzan a llegar con la ventaja de haber dormido cerca de la largada.
El Club, casi
cerrado, comienza a abrirse. Un hombre sale de una casa vecina, en piyama y bata,
se dirige hacia el vestuario. Hay WiFi, averiguo la clave, y posteo fotos en
Facebook. Dos camionetas ofician de “Ropería”, bolsa blanca de plástico y
fibrón para identificar el bolso de cada corredor para retirar en la llegada.
“El Gauchito” aparece y todos comentan su extraño aspecto; resulta que El
Gauchito suele correr vestido de gaucho y alpargatas, el chiste hoy parece ser
correr disfrazado como nosotros. Gabriel Farah, un divertido cordobés (¿hay
alguno que no lo sea?) del grupo Corredores de Maratón festeja su maratón
número 53, y Silvio, un italiano de setenta y un años (al que perseguía
Migraciones para sellarle el pasaporte, pasó como todos nosotros, pero al ser
el único ajeno al Mercosur deberá tener el pasaporte sellado para salir de
Uruguay) contento a punto caramelo explicando que ya corrió más de 200
maratones, 14 Nueva York, y en el próximo noviembre correrá cinco maratones más…
Este es el momento perfecto, somos todo ansiedad y felicidad. Silvio habla en
su italiano con palabras –que él cree son- en castellano que este es el mejor
momento del mundo.
Somos algo más de
cien corredores, sin público.
Por alguna razón,
obvia, pierdo por primera vez en mi vida la posibilidad de ponerme en la
primera línea y ser durante un metro –con suerte- puntero en la carrera.
Salimos y
recorremos durante cinco kilómetros la costanera salteña (uruguaya) en un ida y
vuelta. Un policía nos pregunta en el kilómetro dos si estábamos bien, por
única vez no mentimos y seguimos adelante. Salimos entonces a la ruta. Algún
vecino -mate en mano, termo en axila- nos saluda. El viento se las ingenia para
siempre estar en contra por más curvas de demos. En el km 10 giramos, dejamos
la ruta paralela al Río Uruguay y nos dirigimos hacia el Puente Internacional
Salto Grande, una enorme represa hidroeléctrica. El campo uruguayo es tan
bello, tan bucólico… Una chacra solitaria, lejana, con un hombre sentado junto
a un lapacho florecido nos mira pasar. Lo saludo a la distancia, me retribuye.
Entramos al Puente, son varios kilómetros de puente, pasamos la media maratón
en dos horas, nada mal. Argentina parece ser otra cosa, es. Ya hay largas colas
de autos esperando que pasemos para ellos poder pasar. Los autos uruguayos
esperan con el motor apagado, los argentinos no. Empiezo a declinar mi
rendimiento, esto es tan conocido como la imagen que refleja el espejo. Las
rodillas me recuerdan las varias decenas de miles de kilómetros que les debo.
Sigamos, cuesta. La maratón cuesta, siempre. Paso las tres horas de carrera,
nuevamente en paralelo al río, pero ahora hacia el Sur, con 31km. Un potrero con
arco de fútbol, chicos de no más de 8 años pateando y pateando. Uno, asombrado,
comenta a los gritos, “¡Ey, mirá ese viejo como corre!”. Miré para adelante,
miré para atrás, era el único corredor en ese tramo, en el campo visual del
niño. Concluí, entendí, a quien se refería con ese adjetivo. Sigo riéndome con
ese chico. Siguen sonando sus palabras en mi pretendido juvenil espíritu
contradiciendo a mis rodillas.
Una maratón en primavera asegura manchones multicolor de las floraciones arbóreas mirando a la distancia (otra ventaja de correr en el interior); aquí los rosados eran lapachos y los amarillos eran espinillos. El aroma de los azahares nos retrotraía irremediablemente a otra dimensión.
Una maratón en primavera asegura manchones multicolor de las floraciones arbóreas mirando a la distancia (otra ventaja de correr en el interior); aquí los rosados eran lapachos y los amarillos eran espinillos. El aroma de los azahares nos retrotraía irremediablemente a otra dimensión.
Calculo, luego
existo, que si éramos unos 120 corredores, llevo más de tres horas de carrera.
No veo nadie por delante, y cada tanto escucho acercarse a alguno que,
irremediablemente, me supera hasta desaparecer hacia adelante, debo andar mal,
muy mal. Esto tampoco es novedad.
Sigo. De esto se
trata correr maratones.
Nunca faltan los
muchachones, a la vera del camino, tomando mate y mirando para otro lado,
“Flaco!” grita uno y supuse que no era yo, “corré que vas a perder la panza”,
otra vez concluyo –sin necesidad de mirar adelante y atrás- a quien se
referían.
Los banderilleros/aguateros
que quedaban me miraban con cara de pocos amigos, tomo y tomo agua.
En algún puesto
pido mate, que nunca falta. Y el cambio en la hidratación fue más que
agradable.
Una corredora me
supera y metros más adelante –sin tener yo nada que ver- se cae de rodillas,
acalambrada. La ayudamos a estirar y a levantarse. Con la pierna sangrando
sigue adelante y pronto la pierdo de vista.
Ya es tanto lo que
corrí y tan poco lo que falta que me pongo contento por anticipado. Igual, la
eternidad ese par de kilómetros.
Sigo.
Un joven, paseando
su perro, me dice que la maratón no es por ahí. Que debería haber doblado unas
cuadras más atrás. No… lágrimas caen mientras pego la vuelta, aunque al retomar
el circuito escucho al locutor de la llegada y eso me pone eufórico (pero no
veloz). Voy cerrando feliz, pensando en la eternidad del final y el buen
rendimiento de los primeros treinta y un kilómetros. No hay magia ni batacazo
en la maratón, no. Unos niños Boy Scouts me acompañan los últimos metros,
Cristina corre conmigo sacándome fotos. Hago el avioncito en los últimos
metros, paso el soñado arco de llegada.
Termino mi vigésima
cuarta maratón.
Qué buena idea es
el grupo de estudiantes de kinesiología para hacernos masajes al terminar la
carrera… Qué buena idea…
Recupero mi bolsa y
me entero -Whatsapp de por medio- que Los Pumas están ganándole a los All
Blacks, Lautaro desde Buenos Aires y Flor desde Estocolmo comentan minuto a
minuto el partido. Apuro la vuelta al hotel, un try Puma estira la diferencia a
favor. Demoro la ducha gritando y viendo el partido. Cerca de los sesenta
minutos (algo muy parecido a mis tres horas de maratón) Los Pumas empiezan a
decaer y resulta inevitable que los de negro consigan, finalmente, lo que
intentaron sin éxito desde el inicio.
En el running y en
el rugby, no hay sorpresas.
El mérito, la
genética, y la preparación no dan lugar a milagros.
Es así.
Acepto el
razonamiento contento mientras muerdo la medalla tan real como mi orgullo.
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